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Ramón López Colón Con(tra) los elementos

Treinta años en un día

Canceladxs: Javier Maldonado


Con(tra) los elementos 

Rafael Jackson-Martin

 

Hay algo que nos llama profundamente la atención nada más observar cualquier pintura de Ramón López Colón: su querencia por la ingenuidad y la sencillez compositiva, entroncada en los mecanismos de la producción popular de imágenes y alejada de los complejos entramados post o tardo-modernos. Ahora bien, el carácter candoroso de la línea, el color, el tratamiento de los objetos y de los cuerpos no puede asimilarse a la etiqueta naïf con la que se identifica a ciertas escuelas pictóricas caribeñas. Tal ingenuidad es el resultado advertido de su apuesta por el deseo de concebir la vida con el ancla de lo popular como resistencia a los constructos impuestos por la ideología, la política, la religión y el dinero. Y en la enunciación de esa certeza podemos incluso llegar aún más lejos: el mismo relato fundacional de la pintura puertorriqueña incide en lo cándido y lo campechano como baluartes de una pintura nacional frente a los estilemas importados.

 

Plantear, sin embargo, dicha premisa como punto de llegada hacia la producción más reciente de Ramón López sería hacerle un flaco servicio. La concepción de su mundo –real y figurado– en metáforas vinculadas al saber popular es otro aspecto que viene a reforzar lo que estamos señalando, y ahí está el refranero tradicional para atestiguarlo. Atesorado desde tiempos inmemoriales, incluye toda una serie imágenes verbales tomadas de la naturaleza: árboles buenos a los que arrimarse, pájaros en mano antes que volando, ríos que suenan porque agua traen. Toda una retahíla de animales, plantas, tierras y fenómenos atmosféricos se congregan en la pintura de Ramón López Colón para realizar una crítica, sutil y poliédrica, sobre aspectos relacionados con la costumbre, la identidad, la sociedad o la ecología.

 

Precisamente, en este deslizamiento de lo cultural a lo natural debería insertarse el vivo interés del artista por la tierra, el agua, el aire y el fuego como Leitmotiv de su producción más reciente. La tradición quiso que los antiguos griegos y, a partir de ellos, todos los filósofos hasta la creación de la ciencia moderna, consideraran que la naturaleza solía presentarse ante nuestros ojos en uno o en varios de aquellos estados, es decir, líquido (agua), sólido (tierra), gas (aire) y plasma (fuego). Con el establecimiento de esos elementos, puntos cardinales de la materia, quedaba sutilmente expresada la voluntad de su transformación: la misma que se presenta en todos y cada uno de los lienzos bajo la óptica de una naturaleza siempre dispuesta a cambios abruptos. El agua aparece bajo la amenaza de la tormenta o de la inundación, producto de recuerdos y vivencias del autor en el hábitat más seco de Guánica. Resulta especialmente relevante la asimilación de las nubes que descargan un despiadado aguacero con la palabrería de uno u otro signo político en Los lazos que nos unen o con el trono in absentia mientras se desata la violencia en Sin título (corderos y sillón). ¿Y qué decir del viento que se desata como justicia poética en Inundación y el soplo humanitario que aleja las nubes de lluvia en El mago y su aprendiz?? De nuevo, como vemos, la metamorfosis atávica de la materia. Agua. Tierra. Aire…

 

Y fuego. La violencia implícita en las pinturas anteriores se hace especialmente evidente en aquellas imágenes asociadas con las llamas. Nada se salva de un incendio alimentado por nosotros mismos como si fuera una plaga bíblica, que destruye o purifica al mismo tiempo que devora las aspiraciones y los tópicos propios o importados desde fuera. Alimentado por el morbo en los medios de comunicación, el odio tórrido de la violencia callejera y de la proliferación de las armas se hace presencia en San Sebastián 2013. ¿O acaso no recuerdan el despliegue mediático del asesinato de un joven durante las fiestas sanjuaneras de aquel año? Incendios encadenados: el desaforado consumismo tornado en llamas destruye la vivienda de concreto como epílogo del “ya tengo mi casita”. Son sueños convertidos en pesadillas, no muy distintos del que acaba con una casa tradicional en Fuego, estrellas y humo, cuyas llamas se vierten como plasma sobre los estereotipos propios del tópico jíbaro del trópico y los estereotipos ajenos del cielo tapizado de estrellas en Fuego al romance.

 

Ante este carnaval de la desmesura, podríamos preguntarnos cómo afrontar la violencia natural o cultural desde la atalaya de nuestro sentido común, difícil tarea a juzgar por el despliegue eficaz de las imágenes de Ramón López Colón. Quizá sea la excelente Bache, con los pies empantanados del artista, la que nos ofrezca la respuesta desde una óptica que, no por pesimista, resulta menos esclarecedora. La lección es clara: podremos tallar el diamante perfecto de nuestros sueños tan solo si comenzamos por modelar el barro sucio y corpóreo de nuestras peores pesadillas.