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Galeria de Arte

Lorenzo Homar

Treinta años en un día

Canceladxs: Javier Maldonado


Lorenzo Homar

Rafael Jackson

 


 

La sala de la Galería de Arte de Humanidades en el Recinto Universitario de Mayagüez se honra estos días con una selección de obras del artista Lorenzo Homar, pertenecientes a la colección de su impresor y alumno predilecto, Luis Abraham. Lo que verán los visitantes podría definirse en pocas palabras como una síntesis balanceada y muy representativa de lo que pudo verse hace más de un año en la Escuela de Artes Plásticas. Gracias al préstamo de Luis Abraham Ortiz, y al empeño añadido del Dr. Néstor Murray-Irizarry, algunas de las gemas de la producción de Homar pueden ser disfrutadas por la comunidad del oeste de la Isla con algún retraso, justificado por imponderables de última hora.

 

Debido a las exigencias del espacio expositivo –menor en el actual emplazamiento–, en la selección de la muestra del RUM los curadores han optado por conceder mayor importancia a los grabados del artista que a su producción cartelística, de la que, no obstante, se ofrecen algunos ejemplos muy representativos. En las paredes de la galería podemos, pues, apreciar las seminales aportaciones de Homar y su versatilidad técnica, en el arte del grabado puertorriqueño: el respeto a la tradición xilográfica de la isla, la inclusión de unos primorosos grabados al intaglio, la versatilidad técnica en su aportación a la serigrafía y el linóleo, pero siempre bajo unas premisas formales y compositivas enraizadas en un concepto distinto de lo moderno. Como nota adicional, invitamos a los visitantes que se aproximen a algunos de los textos escritos a lápiz por el artista. Se trata de pruebas en las que aparecen anotaciones sobre el modo correcto de reproducir las estampas. Según indicabaacertadamente el coordinador del comité de galería, Prof. Baruch Vergara, mientras hablábamos sobre estas obras, se trata paradójicamente de originales en sí mismos, de ejemplares únicos que rompen con la seriación propia de las artes gráficas, desentrañando así el acto de la creación mientraséste tiene lugar.

 

Realizar una descripción pormenorizada de las obras expuestas se nos antoja gratuito en este caso. La producción de Homar es justamente reconocida y analizada en sobresalientes estudios de arte puertorriqueño. Además, la posibilidad de caer en lugares comunes es enorme y, si se opta por caminos menos transitados, como la institucionalización del arte, aún tiene menor sentido tras leer las rigurosas argumentaciones de Marimer Gómez Claudio en estas mismas páginas (link) Sin embargo, al contemplar de nuevo –una y otra vez– los excelentes grabados de Homar, y al hacerlo como si fuera la primera ocasión, resulta imposible resistirse a vislumbrar el esfuerzo del autor más original de la generación de los cincuenta en cada uno de los cortes de la gubia, de los trazos del buril, de las tintas que nuestro autor despliega elegantemente en cada una de sus series de grabados. También es envidiable la elegancia de la caligrafía –el DNA tipográfico de artistas como Antonio Martorell late bajo esos trazos vibrantes y sinuosos, similares al crecimiento de la vegetación caribeña–, así como la capacidad para integrar con balance el texto y la imagen sin que ninguno de los dos prevalezca sobre el otro. Por último, es interesante descubrir resonancias inusitadas en composiciones distintas, que funcionan como un espejo inconsciente en la mente del artista y en la mirada del público.

        

           


   

Todos estos pensamientos vienen a justificar que, si Lorenzo Homar no hubiera existido, alguien tendría que haberlo inventado. Porque el arte moderno puertorriqueño, como el de sus semejantes occidentales, necesitaba urdir su propio mito fundacional como base para la formulación lógica del discurso. Al igual que Pablo Picasso en el arte europeo o Jackson Pollock en el estadounidense, Homar es una suerte de Prometeo que regala el fuego a la humanidad aun a costa de los peligros y obstáculos que ello pueda entrañar. En su caso, además, porta la llama del arte moderno en una mano y la del arte asociado a la identidad política en la otra.

 

Si bien no entraremos en disquisiciones identitarias, cordón umbilical que conforma las principales interpretaciones sobre Homar–y sobre tantos otros artistas puertorriqueños–, no podemos soslayar las innovaciones que él realizó en una de las artes más arraigadas en el imaginario autóctono. Ahí es donde reside, precisamente, la diferencia esencial que lo aparta de sus improbables homólogos. Porque, frente a la arrogancia irrefrenable de un Picasso o de un Pollock embriagados en la magia de sus hallazgos, nuestro autor hace gala de una humildad inherente a su medio favorito –cuanto desprecio cabe en la injusta clasificación tradicional del grabado como arte menor frente a su hermana mayor, la pintura– yal balance de una apuesta por el lenguaje moderno que no renuncia a los temas, los tratamientos y las técnicas más tradicionales y, entre ellos, a la sempiterna superficie lígnea que actúa como matriz de muchas de sus mejores obras. Y quizá, en esa fascinación que Homar comparte con muchos otros artistas de la Isla por la madera, resida la imagen genuina del concepto identitario, metáfora que suele pasar inadvertida ante una larga retahíla de símbolos más obvios.

 

Pero hay otras connotaciones menos palpables en la muestra del RUM. No se trata tan solo que la Galería ponga a disposición del público del oeste la producción de artistas del área, nacionales e internacionales, sino que en esta ocasión presenta con rigor a un artista cuyas muestras de su producción se pueden ver diariamente decorando varias oficinas del Recinto. Es muy probable que una parte de la comunidad universitaria circule por la oficina de Asuntos Académicos de Artes y Ciencias sin advertir –en el caso de que no haya sido instruido en el arte puertorriqueño– que, mientras espera cita con la Decana Asociada, a escasos pies de distancia está colgada una de sus xilografías más valiosas: Unicornio en la Isla (1965-1966), ejemplo máximo de la simbiosis icónico-verbal a la que antes me refería.

 

 

Pues bien, no deja de resultar paradójico que una parte estimable del público, que ni siquiera levanta sus ojos c uando se halla en esa o en otras salitas de espera –mencionemos, por ejemplo, a la simpática bailarina que levita enérgica al lado de la puerta de la oficina del Decano de Artes y Ciencias–, sea capaz de observar con deleite esas imágenes cuando aparecen expuestas y convenientemente iluminadas sobre los muros de una galería de arte. Lo queramos o no, los espacios de exhibición siguen actuando como índices simbólicos que apuntan el valor cultu(r)al de los objetos artísticos e impulsan, con su aura fortalecida por los focos, que volvamos nuestra mirada hacia ellos. Una singularización de la que carecen gran parte de las obras conservadas en el RUM, como en tantos otros recintos de la Universidad de Puerto Rico, y que justifica que muchos de nosotros seamos incapaces de advertir su presencia. Pienso, por ejemplo, en los marcos irizarry que adornan la Biblioteca General. O reparo en los carteles y grabados del mismo Irizarry y de tantos otros autores puertorriqueños que dan vida a las paredes de Departamentos y oficinas…

 

Qué distinta sería la fama de todos ellos si pasaran algún tiempo entre las paredes de la galería. Pongamos por caso a los y las estudiantes del RUM que hayan visto Unicornio en la Isla –en otro ejemplar de la serie– dentro de la muestra de la Galería, descubriendo con sorpresa que la modesta H del grabado identifica a un Homar que se escribe con hache. A partir de ese momento, y si sienten alguna inclinación por el arte, sus visitas al Decanato dejarán de ser como antes. Muy probablemente recordaránla autoría de la obra y se dejaráncautivar por esos trazos y por los versos de Tomás Blanco que invocan, como por encantamiento, toda la naturaleza puertorriqueña en tan solo unas líneas. O sonreiráncon complicidad ante el tour en l’airde la grácil bailarina que ya conocieronen la exhibición de la Galería. Solo entonces –en ese mismísimo instante– se habrá obrado el milagro, la verdadera razón del arte. Lorenzo Homar dejará de habitar en un Olimpo perfecto, pero demasiado distante, y comenzará por fin a pertenecerles. A pertenecernos.